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Antonio Bellella: “No se puede confundir eremitismo con misantropía”
Cuando en el año 2021 la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (CIVCSVA), el dicasterio de la curia romana encargado de los religiosos, publicaba un documento que por primera vez regulaba la vida eremítica, la Iglesia en España recibió a renglón seguido el encargo de explicar esta forma de vida consagrada existente desde los principios del cristianismo en el marco de nuestras diócesis particulares. Así, en la tarde de hoy, la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada, a cuyo frente se halla el obispo de León, Mons. Luis Ángel de las Heras, ha organizado una jornada de estudio enmarcada bajo el título ‘La forma de vida eremítica en la Iglesia particular’ en el edificio Sedes Sapientiae de Madrid. “Tenemos que descubrir la respuesta que la Iglesia ha de dar a la inquietud por la vida eremítica”, iniciaba De la Heras. “Necesitamos desentrañar esta orientación para que la Iglesia diocesana pueda desarrollarse con responsabilidad y acierto”, añadió.
Para ello, la tarde propuso un acercamiento al documento guiado por del claretiano Antonio Bellella, director del Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid. El religioso, comenzó explicando primeramente la figura del monje asceta, “primero eremita, después cenobita”, y que constituye “la base de una institución determinante para la vida eclesial, desde el siglo IV hasta nuestros días”, esto es “la vida consagrada en sus variadas formas”.
Pero “¿por qué precisamente la vida consagrada nació como forma de vida monástica y no de otra manera?”, formuló el profesor, consciente de que no es una pregunta fácil de responder. A ojos del historiador, una posible respuesta podríamos encontrarla en que “el desarrollo del monacato proponía en el fondo la creación de una nueva élite cristiana que sustituyera a la de los mártires”. Es decir, “un grupo que recordara que se podía seguir realizando el alto ideal del seguimiento de Cristo ‘hasta el extremo’”.
“El primer paso en este camino”, continuaba Bellella frente a un auditorio en el que también se encontraban los prelados Vicente Jiménez y José María Avendaño, “fue dado por individuos dotados de fuerte personalidad: los solitarios del desierto; pioneros que hicieron una ruptura en vertical, que la tradición monástica posterior encerró en el concepto fuga mundi”. “La fuga mundi exige prescindir de muchas cosas”. “Pero paradójicamente, en la persona del eremita, ello conduce a la valoración del presente; el pasado ya no interesa, tampoco el futuro, solo el mundo donde reina mi yo en soledad, liberado de la relación con todo lo que es de este mundo”.
Ahora bien, “conviene volver a cuestionarse algunas cosas”, desarrolló el religioso: “¿dónde estaría lo específico del eremitismo cristiano? ¿Cuáles serían sus fuentes de inspiración?”. Sus motivaciones más profundas emanan de la Escritura, especialmente de figuras como Abraham, Jacob, Moisés, Elías y Jesucristo, pero, en resumen, “es una actitud, vivir solo para Dios”. “Vivir radicalmente el evangelio, rompiendo con el mundo y sus elementos”.
Sin nada, pero no sin nadie
Haciendo historia pura, el misionero explicó que en torno al año 250 San Jerónimo sitúa la huida al desierto del mítico san Pablo el ermitaño. “Este cristiano idealizado que nos descubre la vida del monje perfecto”. “Se trata de vivir sin nada, con libertad exterior y con libertad interior; pero no de vivir sin nadie”, proseguía el P. Bellella. “No se puede confundir eremitismo con misantropía, como decía Juan Cassiano”. “No se trata pues de un modo de vida absolutamente solitario, pues el monje busca un maestro”.
El historiador no quiso acabar su conferencia sin referirse a la vida del primer anacoreta cristiano del que tenemos noticia exacta, es decir, “me refiero a la Vita Antonii de San Atanasio”. “Revisando esta vida, podemos distinguir cuatro etapas, siendo la primera la de prepararse para la perfección de la vida solitaria”. “El segundo momento hay que buscarlo entre las tumbas, el comienzo de su ascesis más severa”. En tercer lugar, “el desierto total, sin ver a nadie, en absoluta soledad… lo que se llama la montaña exterior”. En cuarto momento, “la montaña interior, es decir, cuando el eremita empieza a tener discípulos, lo cual le hace todavía más disponible para todos los hombres”. Cuatro etapas que son cuatro maneras de llevar a cabo esta particular forma de vida.
Por su parte, la consagrada Mª Teresa Rodríguez, canonista, desentrañó anteriormente la orientación en base a su saber, arrojando luz sobre los ermitaños que profesan los consejos evangélicos.