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Jornada de los pobres. Devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia

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IGNACIO VIRGILLITO ANDRADES | La estela de la crisis del coronavirus ya nos trajo en su primera ola una nutrida cola del hambre, que en las grandes ciudades giraba una manzana entera hasta el banco de alimentos. La realidad es que desde entonces no ha dejado de crecer. Cáritas asegura que el 56% de las personas que ha pedido ayuda durante la pandemia lo hacía por primera vez en su vida. Y según los últimos datos de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, el 21,5 % de la población española (algo más de 10 millones de personas) ya estaba en riesgo de pobreza en 2018. El coordinador de investigaciones de Oxfam Intermón, Íñigo Macías, afirma que en los próximos meses se pueden sumar a esa cifra otras 700.000 personas. Y sabe, al igual que otras oenegés, que las ayudas de las administraciones no son suficientes y que las asociaciones pueden colapsar. El juicio de estos datos es claro. Algo no va muy bien. El invierno va a ser crudo.

Dice el papa en su mensaje para la Jornada Mundial de los Pobres del presente año que ningún cristiano puede sentirse bien cuando un miembro de la familia humana “es dejado al margen y se convierte en una sombra”. Bergoglio no solo advierte de que la misericordia con el pobre es simplemente justicia. El papa también alza su voz de denuncia enlazando fraternidad y economía, cuando ésta llega a despeñar por los acantilados de la pobreza a los más vulnerables de nuestra sociedad, convirtiéndolos en sombras.

Regular en cristiano
La economía no es autosuficiente. Precisa de otros sistemas como la ecología, la familia o la comunidad para dotarla de sentido. O en términos académicos, regularla. Así lo advertía Hyman Minsky desde la Universidad de Harvard a mediados del siglo XX: “sin mecanismos eficaces de retroalimentación, la economía va degenerándose”. El intelectual se pronunciaba con estas palabras porque percibía que la falta de vínculo entre la esfera económica y el trabajo traería consigo una pérdida de rumbo en nuestras sociedades; y el tiempo le dio la razón. En aquellos años comenzó a ser mucho más valioso arrendar dinero que trabajar para ganarlo. El dinero entonces perdía su mismo fin en los recodos de la especulación. La Iglesia reaccionó y Juan Pablo II firmó en 1984 la encíclica ‘Laborem Exercens’, probablemente la más polémica de su pontificado. Allí sentaba las bases del criterio de la Iglesia en cuanto a la relación de ésta con la economía y la persona, afirmando que el hombre ha de primar siempre sobre los medios de producción, el trabajo sobre el capital y la ética sobre la técnica. Dicen que el entonces secretario de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho, exclamó “¡Este papa me ha superado!”.

Dar alma a la economía del tercer milenio
Estas enseñanzas de la Iglesia son tan profundamente humanistas que ninguna sociedad pueda soslayarlas sin cometer atentado contra el mismo hombre, porque van más allá del materialismo. Dan alma a la economía del siglo XXI. La que hace vivir y no mata. Una mirada católica sobre el dinero y la pobreza ayuda a buscar juntos soluciones adecuadas para responder del modo más idóneo a las necesidades del conjunto de la sociedad. Hoy, sin embargo, domina la competencia posicional que viene a decir, ‘el que haga sombra, que desaparezca’. Otrosí: un axioma que abrazamos con pasmosa naturalidad, el que sostiene que la libertad de cada cual acaba donde empieza la del otro. O sea, que la del otro, estorba. Lo vemos a diario. Conductas que en mayor medida fragmentan se contraponen a las que cimientan. Los excluidos siguen esperando mientras observan cómo cualquier interés particularista se legitima, pese a saber de antemano que con cada nuevo avance en contra del bien común, se sentirá nostalgia por algo que se va perdiendo y que tiene que ver con lo irreductible de la condición humana, con el común sentido de la fraternidad como el mejor camino para alcanzar el desarrollo y la paz. Francisco lo recordaba en ‘Evangelii Gaudium’: “Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe”. En el mensaje para la Jornada Mundial de los Pobres de 2020, llega a añadir: “No podemos ser felices hasta que estas manos que siembran la muerte se transformen en instrumentos de justicia y de paz para el mundo entero”.

Sin embargo, este es un tiempo favorable para volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad con los demás y con el mundo. La crisis del coronavirus nos lo está dejando bien claro. Y aunque nuestra racionalidad económica nos diga que no podamos llegar a soluciones, o que mejor será esperar a que estas lleguen solas, celebraremos la jornada de los pobres. Y urge hacerlo porque necesitamos recuperar nuestros sueños. No se pueden calmar los latidos de fraternidad del corazón de las personas por mucho que nos encierren en nosotros mismos y nos digan que la falta de vínculos es la norma vigente. Dice el escritor libanés Ismail Kadaré que él sentía algo así cuando desarrolló su novela ‘El palacio de los sueños’. En ella, el autor galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras, construye la ficción de una especie de reino de la muerte, un infierno en el que los sueños -y el inconsciente colectivo- de los súbditos del sultán son analizados, conservados y censurados. Quien está al frente del palacio de los sueños tiene el poder. Es un imperio sin fronteras. El imperio tiene todo de todos. Son los que señalan lo que interesa, los que cultivan el alma. Donde nadie se tome ese trabajo, los funcionarios del palacio de los sueños lo harán por los demás.

Contar con Dios
Es necesario atreverse a recorrer nuevos caminos. Tenemos que revelarnos contra la inequidad universal. Necesitamos una economía humanizante. Para eso es importante volver a contar con Dios que nos da la capacidad de soñar, pero no nos impone los sueños. Y hay uno que hará posible que libertad e igualdad, se encuentren. Casa. Familia. Persona. Dios. Trascendencia. Libertad. Frente a una reducida, que compra y vende, otra que se atreva a ser entrega.

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