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Testigo de dolor y esperanza

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Nos llega este testimonio de Daniela Bernal, voluntaria de Fundación PROCLADE que esta Semana Santa hizo suyo el 'Sal de tu Tierra'  (Gn 12) y compartió estos intensos días en Melilla, con personas que tratan de alcanzar una Europa llena de sueños y fronteras y con quienes les acompañan en su día a día. Un testimonio lleno de realidad y esperanza que queremos compartir con vosotros.

 

Esos pocos días vividos en Melilla-Nador me marcaran para siempre. Todo de lo que he sido testigo, las imágenes, los rostros, las voces, siguen muy presentes en mi mente y siento que nunca podré olvidarlos. Estar en la frontera, con gente sencilla, me ha llevado a preguntarme sobre el sentido de la Pascua. El llegar a Melilla, a pesar de ser territorio español y europeo, me confronto con una realidad cruel y dolorosa, que muy pocos se atreverán a admitir que existe en la Unión Europea. La Frontera Sur es un espacio de migración en el que han pasado miles de personas pero en el que ha habido y sigue habiendo tantas cruces.

Muchos de los que se deciden a intentar saltar la valla son subsaharianos que han salido de sus países huyendo una realidad horrorosa e inhumana. Abandonan sus casas y sus familias huyendo hacia la “Frontera Norte”, hacía Europa, una tierra donde podrán vivir en seguridad y en condiciones humanas. Salen con un único sueno, llegar a España. Para eso atraviesan varios países como Argelia y Marruecos, pasan por situaciones de racismo y discriminación, se esconden de las autoridades y de los ciudadanos que pueden denunciarlos, son víctimas de violencia de todo tipo. No se respetan sus derechos humanos.

Lo que más me duele dentro de todo esto es pensar en los más pequeños. Son niños que sufren cada día, son torturados, arrestados, denunciados, no tienen nada que comer ni beber, no tienen a nadie más que les quiera, una familia y unos padres que les cuiden. Viven en el esfuerzo y en la lucha de poder llegar al territorio europeo algún día y de sentirse libres, pero para ello deben dormir en la calle, robar para poder comer, vivir en condiciones inhumanas. Su única preocupación es sobrevivir, cosa que ningún niño de la Tierra debería tener en mente. Son niños que no tienen sueños de niños.

Haber visto con mis propios ojos esas situaciones me provoca un fuerte dolor en el corazón. No puedo imaginarme lo indignados y humillados que se pueden sentir nuestros hermanos al ver que muchas personas atraviesan la frontera entre Marruecos y España todos los días, con su pasaporte, sin tener ningún problema; y que ellos estén obligados a arriesgar su vida, escalando una valla de 6 metros llena de trampas, durante la noche o escondiéndose debajo de coches o autobuses, entre las ruedas, en los compartimentos, esperando no ser descubiertos por las autoridades.

Pero el sufrimiento no solo está en las lesiones que les puede ocasionar el paso de la frontera para aquellos que han logrado esquivar las devoluciones en caliente, sino que va mas allá. Lo que pocos saben es que, al llegar a España, la tierra tan soñada e idealizada, se van a encontrar con más vallas, con más muros internos. El deseo de todo migrante es ser acogido con los brazos abiertos, cuando uno cambia de escuela, o de ciudad, quiere sentirse acogido en su nuevo hogar o cole, sentir que alguien, ahí, le quiere. Pero, ellos, por ser migrantes clandestinos o subsaharianos, son rechazados, víctimas de violencia policial y ciudadana, de racismo y de represión. La gente les mira de arriba abajo, con menosprecio y pensando mal de ellos. No podemos ver que no son más que personas, seres humanos que huyen de una realidad muy cruel, presente en sus países, en sus regiones o hasta en sus propias familias. Me cuesta comprender como la gente que los rechaza, critica y denuncia no pueden darse cuenta de que si han decido arriesgar sus vidas para intentar saltar la valla o esconderse entre los coches es porque lo que vivían antes era aún más horrible que todo lo que pueden sufrir en la Frontera Sur.
Desde mi vuelta a Madrid, me despierto todos los días pensando en ellos, sabiendo que seguramente no han podido dormir bien porque tienen miedo de que las autoridades los encuentren, porque tienen frio en el Gurugú, porque viven en una pesadilla constante. Siento en lo más profundo de mi corazón una pequeña parte del dolor que sufren y de la soledad que sienten. He traído conmigo una pequeña parcela del peso de su cruz. Pero no hay cruz sin resurrección como no hay resurrección sin cruz. 

No solo he sido testigo de dolor sino también lo he podido ser de esperanza. En Melilla y en Nador conocí a personas que se levantan cada mañana dispuestas a servir a sus hermanos. Esas personas que, conscientes de que todos tenemos derecho a gozar del Reino de Dios, de nuestra Tierra, más allá de los muros o fronteras, luchan sin descanso por los derechos los migrantes.  He visto modelos de vida, de personas que aman a Cristo hasta el extremo que entregan sus vidas para servir al extranjero. Son personas que viven la resurrección en comunidad, siendo testigos de amor y de esperanza con el prójimo. Cada una de ellas me hizo comprender el verdadero sentido de la resurrección, y que yo, y todos nosotros también resucitamos con Cristo. Como consecuencia de eso, por más dura y triste que sea la realidad en la que nos encontremos, estamos llamados a ser luz en la oscuridad, a ser colores para los demás. Como cristianos debemos seguir el ejemplo de Jesús quien venció la muerte con amor, ya no solo ayudando a los migrantes a cargar con el peso de su cruz, sino ayudándoles a levantarse y resucitar, a sonreír de nuevo, a vivir. Eso es lo que esas personas son para los migrantes de Melilla, son discípulos que llevan la Buena Nueva hacia los demás y que contagian alegría y esperanza con todos sin importar el color de piel ni el pasaporte de las personas.

En esta Pascua, he visto con mis propios ojos como, sobre las vallas, se tienden puentes de amor sólidos y fuertes y como hay gente valiente que se atreve a atravesarlos.

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