Con un proyecto que busca restaurar parte de los bosques autóctonos de la zona de Cazale, en Haití
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Boletín Laicos Familia
En el mes de octubre se cumplirá medio siglo. Muchas personas llevaban años impresionadas por la bondad de aquel hombre mayor, bajo y regordete, que se presentaba como Juan XXIII. Le reconocían por las fotografías de periódicos y revistas, casi siempre en blanco y negro, por las imágenes de los documentales (nodos) que se proyectaban en los cines o de algún televisor visto al pasar por delante de una tienda.
Sus gestos habían ido cautivando a muchos. Rebosaba bondad y alegría, pero aquel 11 de octubre de 1962 se superó: el día había sido intenso, se había inaugurado el Concilio Vaticano II y bajo una preciosa luna llena decenas de miles de personas caminaban con las antorchasencendidas recordando la procesión celebrada en Éfeso, en otro concilio, mil quinientos años antes. El Papa, emocionado y sorprendido, improvisó para hablarles: "Al volver a casa veréis a vuestros niños: hacedles una caricia y decidles 'es la caricia del Papa'. También encontraréis rostros con lágrimas que enjugar; llevad a los que sufren una palabra de aliento y decidles que el Papa está con ellos".
Aún no había teléfonos móviles, ni sabíamos de internet y sus consecuencias; pocas personas salían por placer del propio país y comenzaban a generalizarse algo las vacaciones y el turismo; teníamos pocos electrodomésticos y la gente hablaba por detrás de las mujeres que decidían trabajar con cierta autonomía fuera del hogar… Poca gente escribía de inculturación y se la miraba con recelo; los hermanos separados eran todavía 'herejes' y unos cuantos hombres y mujeres valientes empezaban a insinuar 'jalones para una teología del laicado' y a invitar a valorar el sacerdocio común y la llamada universal a la santidad. El Espíritu tenía reservados muchos regalos para la Iglesia.
El aire olía a Pentecostés; el mismo Juan XXIII y sus sucesores aludieron a ello. La Iglesia, consciente quizá como pocas veces de la presencia y relevancia del Espíritu, se reconocíamuy necesitada de Él y de sus dones. Y el siglo XX se convirtió en el siglo del Espíritu. El Gran Desconocido para millones de cristianos fue cada vez más invocado, esperado, pedido, deseado. Y sus frutos fueron -¡y son!- impresionantes: nunca se ha vivido y anunciado el Evangelio en tantas lenguas y lugares; pocas veces se han celebrado con tanta conciencia la Eucaristía y los demás sacramentos; jamás han sido tantos los mártires del Evangelio ni quienes hacen consciente profesión de fe tras haber optado libremente por aceptarla.
El relato evangélico de Marcos alude a ello al final: hablarán lenguas nuevas, echarán
demonios en su nombre, beberán venenos mortales sin que les hagan daño. Millones de hombres y mujeres, jóvenes y mayores, siguen desconociendo a Cristo. En la misma España (en tu ciudad, en la mía) miles de chicos y chicas, de cuarentones y treintañeros nunca han mantenido quince minutos de conversación con alguien que diga que el Evangelio le hace feliz o que el Resucitado es la razón de su vida. Al mismo tiempo (¡bendito Día del Apostolado Seglar!) miles de matrimonios siguen intentando vivir y sembrar la Palabra en casa, hablan el lenguaje nuevo de la acogida al extranjero, del trato cariñoso al hijo de una pareja rota, de la fraternidad, de la educación en libertad, del compartir con alegría con vecinos y conocidos; pelean en nombre de Dios con los demonios del consumismo, la insolidaridad y la vida que da la espalda al Padre y a los hermanos; vencen al veneno que invita a abusar del débil, a corromperse, a engañar, a sacar tajada caiga quien caiga.
Estamos en los tiempos del Espíritu, de la Iglesia, de la misión. Descubrimos con un gozo inmenso que es mucho más importante lo que compartimos que lo que nos distingue: la común humanidad, la dignidad de hijos de Dios, la llamada a amar y ser amados.
Como escribió hace años magistralmente el cardenal Kasper: "El Espíritu no actúa enfenómenos extraordinarios y llamativos, sino en la vida ordinaria. Él no es la fuerza que hace realizar lo extraordinario, sino más bien la fuerza que ayuda a realizar lo ordinario de modo extraordinario". ¡Lo ordinario de modo extraordinario! Ahí está: vivir con alegría el propio trabajo o anhelar un sitio donde ganarse el pan; amar y desvivirse por la propia familia, por los más frágiles (pequeños o mayores), por los castigados por los batacazos de la vida; llenar de Evangelio la vida del barrio, de las amistades, de la vecindad, de los compañeros de peleas, facebook o aficiones… ¿Quién se atreve a decir que la vocación laical no tiene una belleza infinita? Lanzarse como apóstoles a la nueva evangelización; llenar el mundo de caricias, de lágrimas enjuagadas, de empujones y palmadas de aliento. Que el aire huela a Reino, a Pentecostés y a evangelización nueva. Enviados por Jesús y sostenidos por su Espíritu: ¡feliz día del Apostolado Seglar!